8 de diciembre de 2003
Día de la Inmaculada Concepción :
Me insta nuestro Señor a escribir este nuevo libro, cuyo contenido está basado en todo lo que me fue revelado durante casi dos meses y medio. Por mucho tiempo no supe cuándo ni cómo debía comenzar a escribir este testimonio; aunque estaba segura de que lo haría en una fecha de gran importancia para la historia de nuestra Salvación. Y resultó ser justamente hoy, cuando la Iglesia conmemora el día de la Inmaculada Concepción de aquella Mujer, que con Su “Sí” hizo que se cumpliera el mayor acto de Misericordia de Dios para con los hombres: la venida de nuestro Redentor al mundo. Este pequeño libro contiene nuevas enseñanzas acerca de las Palabras de Amor y Sabiduría, de Abandono a la Voluntad del Padre en medio del más atroz dolor, de Piedad y Misericordia hacia la humanidad, de Valentía y de Donación al hombre. Estas son las últimas horas de Jesús en la Cruz y que hoy son recreadas, con el objeto de que medites sobre ellas, que profundices y vivas junto a nuestro Salvador los últimos momentos de Su vida como Hombre, antes de retornar al Padre y enviarnos al Espíritu Santo. A Este Santo Espíritu de Dios encomiendo nos guíe a través de estas páginas, suplicando Su asistencia y consagrándole mi pobre trabajo, para que de alguna manera pueda ayudar en la salvación de las almas.
“Cuando llegué al Gólgota, Me encontré con que acababan de crucificar a dos reos. Gritaban, se retorcían y Me inspiraban lástima, a Mí que estaba en peor condición física que ellos…”, me había dicho el Señor al empezar mi meditación de aquel Primer Viernes. Pude ver cientos de personas, hombres que iban a ser crucificados, caminando lenta pero desesperadamente, gritando,blasfemando; con los ojos llenos de terror y de odio, de deseos ciegos de venganza. No iban todos juntos, me daba cuenta de que eran escenas de distintos días y horas. Pero había un común denominador en ellos: todos eran condenados a la cruz, y casi todos decían las mismas palabras y proferían similares insultos y amenazas a quienes se habían convertido en sus verdugos. En más de tres ocasiones vi que se acercaba uno o varios soldados a alguno de estos condenados y sacando un cuchillo o espada le cortaba la lengua para que se callase, y todo aquel camino hacia la muerte, se hacía aún más horrible y doloroso. Apareció ante mis ojos la escena del Viernes Santo. Este condenado a muerte era distinto.
Golpeado… mil veces más herido que cualquier otro, coronado con un casco lleno de espinas largas que habían destrozado su piel, incrustándose en su carne; lleno de sangre y polvo, afiebrado, temblando y con los ojos muy irritados por el sudor y las heridas; pero Su mirada estaba llena de paz, de piedad, de tristeza, y en ciertos momentos hasta se percibía en ella alegría, cuando volvía a Él la certeza de que ese sufrimiento salvaría a la humanidad de la muerte eterna. Los otros insultan, maldicen, se retuercen. Él calla, no sale una queja de su boca, tan solo bendiciones y palabras de perdón. Contrariamente a lo que nos dirían los valores de este mundo, podía verse claramente que Él es el Gran ganador, el Vencedor de la muerte; sus verdugos son los pobres instrumentos del demonio, quien junto a Judas, es el gran derrotado.
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